Amando al Amado ®
Es nuestra publicación impresa para transmitir la fe
Amando al Amado ®
Es nuestra publicación impresa para transmitir la fe
Edic. 1
No soportar, sino abrazar
La presencia mística de Cristo en el dolor.
Autor: P. Santiago Martín, FM
Diagramación impresa: Miguel A. Vega, FM
No es la Cruz a la que abrazo, sino al Crucificado
Cristo está presente en el dolor inevitable. No en cualquier dolor que nos provocamos, sino en el que es inevitable.
Sólo cuando se es consciente de la presencia mística de Cristo en el dolor, se vuelve posible abrazar la cruz y no soportarla. Porque en realidad lo que se abraza no es la cruz, sino al Crucificado que está colgado de ella. Se abraza a una persona, se ama a una persona, no a un problema, a un dolor, a un pedazo de madera que era un instrumento de tortura y que simboliza toda la terrible capacidad del hombre para hacer daño al mismo hombre.
Chiara Lubich, enamorada de ese Dios crucificado, decía, citando a Santa Teresita de Lisieux: "¿No había dicho Santa Teresita del Niño Jesús cuando le llegó la enfermedad que la llevó a la muerte:
“He aquí el Esposo”
Por tanto, nosotras y otros, íbamos aprendiendo que el dolor es siempre algo sagrado: no teníamos que soportarlo solamente, sino abrazarlo" (Que todos sean uno, p.88).
Sólo se puede abrazar el dolor, asumirlo sin desesperación, desde la fe en que se trata de una comunión con Jesucristo. Él está presente, de un modo misterioso, en esa prueba que Dios ha permitido que te suceda. Y desde ese momento la prueba ya no es tal, sino que se ha convertido en un "sacramental", en un instrumento que hace presente a Cristo en tu vida y que te permite estar en comunión con Él.
Cuando se ven las cosas desde este ángulo, sólo cuando se ve la cruz como el medio a través del cual te puedes unir con el Crucificado, sólo entonces se puede llegar a exclamar, como la Chiara Lubich.
"Tengo un solo esposo sobre la tierra: Jesús Crucificado y Abandonado. No tengo otro Dios fuera de Él. En Él está todo el paraíso con la Trinidad y toda la tierra con la Humanidad. Por eso lo Suyo es mío y nada más. Suyo es el dolor universal y, por lo tanto, mío. Iré por el mundo buscándolo en cada instante de mi vida. Lo que me hace daño es mío. Mío, el dolor que me acaricia en el presente. Mío, el dolor de las almas que están a mi lado. Mío, todo lo que no es paz, gozoso, bello, amable, sereno. Así, por los años que me quedan: sedienta de dolores, de congojas, de desesperaciones, de melancolías, de separaciones, de exilio, de abandonos, de tormentos, de todo lo que es Él y Él es el Dolor. Así, enjugaré el agua de la tribulación en muchos corazones cercanos y, por la comunión con mi Esposo omnipotente, también lejanos" (Meditaciones, pp.37-38)
Para amar así, para llegar al extremo de decir:
“Estoy feliz de estar sufriendo con tal de estar con Cristo, porque así estoy con Cristo”.
Sólo un amor inmenso al Señor puede llevarnos a ser feliz con tal de estar con Él. Estamos dispuestos a comprender y a aplaudir a quien afronta penalidades e incluso a quien sacrifica su vida por amores humanos o por ideologías, pero no entendemos y criticamos a quien, habiendo descubierto que hay una presencia misteriosa y mística de Cristo en el dolor, no lo rechaza cuando se presenta, sino que lo abraza porque quiere aceptar la voluntad de Dios y porque quiere compartir totalmente la vida con Él.
El amor al Crucificado, colgado y presente siempre en la Cruz es lo que llevó a los mártires al suplicio y ellos ciertamente no merecen desprecio sino la mayor admiración y el mayor de los respetos. Y eso mismo merecen los que, sin ser mártires, aceptan por amor al Señor las crucifixiones de cada día, los pequeños martirios cotidianos. ¿Nos iremos de su lado tras haber obtenido de su sacrificio el perdón de nuestros pecados, pero sin estar dispuestos a hacer por Él lo que Él ha hecho por nosotros? Si Él, por amor a nosotros, aceptó la cruz -una cruz que no era suya, sino que era nuestra-, nuestro amor a Él será completo cuando seamos capaces de aceptar, porque Él está allí presente, nuestra propia cruz e incluso cargar con algo de la cruz de los demás. Y para eso no hace falta buscarse dolores suplementarios o complicados: basta con abrir los brazos a los que te llegan cada día, o basta con recoger del suelo a los hermanos hundidos y cargar con su peso para darles alivio.
Cuando tengas un problema, del tipo que sea, mientras intentas solucionarlo y mientras se soluciona, si es que se soluciona, date cuenta de que en él está, de alguna manera, Cristo. Y dile: “Quiero hacer tu voluntad. Si es posible, te pido que este problema pase y deje de sufrir. Pero si no, estoy dispuesto a estar así toda la vida con tal de estar contigo”. El problema quizá no se vaya, pero será distinto. Ahora será el motivo, el cauce, para estar íntimamente unido a Cristo y serás feliz incluso aunque sigas enfermo o con el problema.
Edic. 2
Crisis de fe ante el dolor
Que el sufrimiento no me haga revolverme contra Dios
Autor: P. Santiago Martín, FM
Diagramación impresa: Miguel A. Vega, FM
Esa persona es un "Sagrario", lleva dentro al Señor.
Cuando alguien está sufriendo (el primero de los casos), sea cual sea el origen de su sufrimiento (enfermedad, una crisis familiar, un problema económico, una muerte....), lo más importante es situarse ante esa persona con un enorme respeto; incluso aunque sus reacciones puedan ser desproporcionadas a las causas que las originan (su dolor no es para tanto), lo que cuenta es que él está pasándolo mal.
Hay una cierta presencia de Jesús en el que sufre (por eso el Señor dijo: "lo que hagas al más pequeño a mí me lo has hecho"), así que de algún modo esa persona es un "Sagrario", lleva dentro al Señor y se ha convertido en "terreno sagrado", en "lugar sagrado". Ese respeto debe demostrarse con actos y con gestos: el silencio. A veces la gente se pone a hablar, a dar consejos, al que lo está pasando mal, cuando éste lo que de verdad necesita es un abrazo y que se esté a su lado sin decir una palabra, orar y ayudar material en lo que se pueda. en ocasiones esa ayuda puede ser económica, pero en otras consistirá en algo de tipo práctico como acompañar al médico o resolver los problemas ligados a un fallecimiento.
Acusar a Dios de ser el responsable
Si estamos ante alguien tibio que tiene fe pero no practica, es muy probable que el sufrimiento le haga revolverse contra Dios (casi siempre los que dicen que se alejan de Dios cuando sufren son aquellos que no estaban cerca); en este caso, según la confianza que se tenga con él, convendría recordarle que ha vivido sin darle gracias a Dios por esas cosas o personas que ahora le reprocha haber perdido; si Dios es el responsable (según él) de la pérdida, también debería serlo de haber podido disfrutar antes de lo que ahora se llora y, en cambio, antes no se le ha dado gracias mientras que ahora se le acusa de ser el responsable de que ya no se tenga; convendría recordar también que el enfado contra Dios no va a hacer que resuciten los muertos, se curen los cánceres o se multipliquen las ofertas de trabajo; sólo va a servir para estar más solo, con menos fuerza, con menos capacidad para afrontar las difíciles situaciones presentes.
Cuando sufrimos, recordemos que todo lo que hemos perdido era un don inmerecido de Dios y, a la vez, hagámonos conscientes de que la rebeldía contra el Señor le ofende a él, pero a quien más perjudica es a nosotros mismos, que nos quedamos a solas, sin su ayuda, justo cuando más la necesitamos.
Edic. 3
Un deber, no un favor NUEVO
Autor: P. Santiago Martín, FM
Diagramación impresa: Miguel A. Vega, FM
Un deber, no un favor
Simplemente, estamos cumpliendo con nuestro deber
Cuando estamos decididos a hacer la voluntad de Dios, como respuesta consciente y libremente asumida al amor recibido de Él, se corre el riesgo de pensar que le estamos haciendo favores a ese Dios. Es inevitable comparar. Es inevitable mirar alrededor y ver que otros no se portan como nosotros –no sólo en su relación con el Señor, sino también en relación con los padres. (ay hermanos que prácticamente los abandonan y sólo se hacen presentes cuando hay que repartir la herencia), con el Estado (los que no pagan impuestos, los corruptos, los que infringen la ley), con el cónyuge (los que son infieles), con los hijos (los que no dedican tiempo a su educación)-.
Esa comparación puede llevarnos a la soberbia, pero también puede producir en nosotros la sensación de que lo que hacemos es una respuesta generosa que le damos a Dios, un favor que le concedemos. De aquí, de este sentimiento, nacerá inevitablemente la soberbia.
Amar a Dios, hacer su voluntad, ponernos a su disposición para lo que Él quiera, jamás debe ser considerado un favor que le hacemos sino el más elemental y básico acto de justicia.
Es para nosotros un deber obrar así y no hacemos nada extraordinario cuando nos comportamos de ese modo; el hecho de que otros no lo hagan, no debe confundirnos y pensar que nosotros estamos yendo por encima de nuestras obligaciones al hacer lo que otros no hacen. Simplemente, estamos cumpliendo con nuestro deber.
Jesucristo, consciente de la importancia de esto, dedicó una catequesis a explicarlo. Lo recoge San Lucas: “¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: "Pasa al momento y ponte a la mesa?" ¿No le dirá más bien: "prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?" ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lc 17, 7-10).
En cambio, con mucha frecuencia, nosotros creemos que Dios y los hombres deberían estar muy agradecidos hacia nosotros simplemente porque estamos cumpliendo con nuestra obligación. La persona que cumple con sus deberes siendo consciente de que no hace nada extraordinario por ello se identifica cada vez más con la voluntad divina y el Señor le puede decir las cosas que quiere de él y él las escucha, las entiende y las atiende.
En él se cumple entonces lo que describía San Francisco de Sales cuando hablaba del alma enamorada. "El alma que ama a Dios -decía el santo patrono de los periodistas- llega a transformarse tanto en la divina voluntad, que puede llamarse voluntad misma de Dios”, por eso el Señor dice por boca del profeta Isaías que llamará a la Iglesia cristiana con un nombre nuevo que imprimirá y esculpirá en el corazón de sus fieles, que será éste: 'mi voluntad en Él'. El nombre más honorífico para los cristianos será éste: 'la voluntad de Dios en ellos'." (Teótimo, libro 8º, cap.7º).
Cuando me plantee qué quiere Dios de mí y, sobre todo, cuando lo haga, no consideraré que estoy haciendo algo extraordinario, sino que estoy cumpliendo un deber, llevando a cabo un acto de justicia. No le hago ningún favor a Dios ni al prójimo por hacer lo que debo hacer. Me repetiré una y otra vez, cuando hago el bien, las palabras que Jesús quiso que repitiera: “Soy un siervo inútil, no he hecho más que lo que debía hacer”.
san Alfonso María de Ligorio
LOS FRANCISCANOS DE MARÍA NOS EVALUAMOS:
¿Mi trabajo por la Iglesia es por amor a Dios o por vanidad?
(San Alfonso María de Ligório)
Primero: quien actúa solo para Dios no se perturba en caso de fracaso, porque si Dios no lo quiere, él tampoco.
Segundo: se alegra con el bien que hacen los demás, como si lo hubiese hecho él mismo.
Tercero: sin preferencias para trabajos, acepta de buena voluntad lo que la obediencia le pide.
Cuarto: teniendo cumplido su deber, no espera alabanzas ni aprobaciones de los demás. Por eso no se pone triste o critica si lo desaprueban, alegrándose sólo contentando a Dios. Si acaso recibe algún elogio del mundo, no se envanece, sino que aleja la vanagloria, diciéndole: sigue tu camino, llegaste tarde porque mi trabajo ya está todo dado a Dios.
Enseñanzas como ésta y otras, usted puede recibirla, integrándose a una de nuestras Escuelas de Agradecimiento que cuentan con Aprobación Pontificia. Paz y Bien